lunes, noviembre 28, 2005

Donostiako 28. Maratoia

Aunque el sábado 26 de noviembre amaneció soleado en Barcelona cuando aterrizamos en Bilbao llovía a mares. En el aeropuerto alquilamos un coche y nos acercamos hasta la capital del Nervión, donde disfutamos de la transformación de su ría y aprovechamos para visitar el museo Guggenheim, mágnifico edificio obra de Frank O'Ghery. A la hora del aperitivo, nuestra conciencia atlética se impuso y nos obligó a acompañar los pinchos de agua y zumo de naranja ante los ojos atónitos de camareros y parroquianos, asustados al ver semejante sacrilegio. Tras este heterodoxo aperitivo acabamos de rellenar nuestras reservas de glucógeno con una sinfonía de platos de pasta en el restaurante Domenico’s, tal vez el mejor italiano de Bilbao. Después de la comida cogimos el coche y con Jaume al volante cogimos la autopista a San Sebastián. La temperatura era realmente baja. Llovía e incluso cayeron algunos copos de nieve. Todo hacía presagiar que las adversas predicciones meteorológicas iban a cumplirse. Encontramos con facilidad el hotel Amara Plaza, situado muy cerca de Anoeta. Aprovechamos para descansar un rato en nuestra habitación triple (a Jaume le tocó el plegatín) mientras esperamos a que abriesen la Feria del Corredor, instalada en los salones del sótano del hotel. A las cinco bajamos a recoger los dorsales y la bolsa del corredor, bastante escasa por cierto, y después nos fuimos a hacer un poco de turismo gastronómico por la capital donostiarra. Nos asomamos a la Concha, desde donde pudimos contemplar una perspectiva del recorrido que nos esperaba al día siguiente: tres vueltas a un circuito urbano completamente llano. En nuestro recorrido por la parte vieja de Donosti, hicimos varias escalas en busca, al principio, de alternativas ricas en hidratos y bajas en grasas. Sin embargo, nuestra conciencia gastronómica se revolvía inquieta ante la contemplación de los bodegones de pinchos desplegados en las barras de los bares. No nos quedó más remedio que hacer alguna que otra concesión. De esta forma acabaron en nuestros estómagos exquisiteces incluídas en las listas de alimentos prohibidos, regadas, como no podía ser otra forma, con un caldo generoso de la Rioja alavesa. De los locales visitados durante nuestro recorrido quisiera hacer mención especial de “La Cuchara de San Telmo”, un pequeño bar donde, en lugar de los tradicionales pintxos, se sirve cocina en miniatura: pequeñas raciones de excelente calidad. A destacar un risotto (por aquello del glucógeno), pero también sensacionales las raciones de albóndigas con chipirones y las carrilleras de ternera, aunque se trate de opciones poco aconsejabless para unos maratonianos. Por lo menos fuimos estrictos en el cumplimiento del horario. A las nueve de la noche estábamos de vuelta en el hotel y antes de las diez ya estábamos dormidos.

El domingo a las seis y media de la mañana estábamos desayunando. Nos encontramos con el restaurante repleto de corredores y nos resultó dificil conseguir mesa. Se notaba que habían adaptado el bufet del desayuno al público del día, incorporando arroz blanco, espagueti, y otros carbohidratos. También pudimos comprobar en directo el espartano desayuno de los maratonianos keniatas antes de una competición: dos rebanadas de pan de molde sin corteza, un curasán pequeño y un te. Tras dudar sobre la indumentaria que ponernos (seguía lloviendo) y después de embadurnarnos de vaselina salimos del hotel para ir trotando hasta el Velódromo de Anoeta. Ricardo optó por salir de corto, mientras Jaume y yo optamos por mallas largas y cortavientos. Entre el frío y la humedad costaba mantenerse caliente. Cuando sonó el disparo de salida ya no llovía. Un par de vueltas al estadio y nos dirigimos hacia el mar. La tregua duró poco y a partir del kilómetro ocho empezó de nuevo la lluvia, acompañada de rachas de viento que dificultaban la carrera. El termómetro en ningún momento superó los 7ºC. Algunos truenos aislados añadían dramatismo al escenario, especialmente al paso de la carrera por la playa de la Concha. El cielo, del color del plomo parecía precipitarse sobre un mar embravecido. Inasequibles a la dureza de los elementos, los corredores de A Fons Perdut formamos un grupo compacto que permaneció unido hasta más o menos el kilómetro quince, donde Jaume se escapó mientras nosotros nos quedabamos rezagados. Un público entusiasta no paraba de animar a los corredores a pesar del tiempo desapacible. También los jugadores de la Real Sociedad nos animaron desde la puerta del hotel donde estaban concentrados para el partido contra el Real Madrid de esa tarde. Durante la carrera nos encontramos con numerosos corredores catalanes que se habían desplazado hasta Donosti para disputar la prueba. Uno de Sant Cugat incluso se había traído a su propia "liebre" que corría a su lado, le animaba y le daba barritas y bebidas isotónicas cuando flojeaba. Hasta la mitad todo fue más o menos bien. Superamos el kilómetro veintiuno en menos de dos horas, pero la última vuelta al circuito fue dramática. Con las fuerzas mermadas seguíamos nuestra marcha como autómatas, sin pararnos ni un momento. Caían chaparrones intermitentes pero, a pesar de todo, el público, entregadísimo, nos seguía animando. Sus aplausos y gritos nos infundían nuevas fuerzas y apartaban de nuestras mentes la idea de tirar la toalla. El pequeño repecho del cruce de Ondarreta se nos antojaba ahora duro como un ocho mil. Cuando por fín llegamos a los aledaños de Anoeta, pudimos ver como Jaume que ya había llegado hacía un rato, nos gritaba desde las vallas. Finalmente entramos en el estadio y cruzamos la meta después de 4 horas y 14 minutos de sufrimiento, rebajando en 27 minutos nuestra anterior marca en los 42 kilómetros. Más sensacional aún la actuación del Jaume que logró bajar de la barrera de las cuatro horas.

Ahora venía lo bueno. De Anoeta nos fuimos directamente al hotel para ducharnos (todo un detalle que dejasen que nos dieran un "late check-out" para que los corredores pudiésemos usar las habitaciones hasta las tres de la tarde) y de allí a Igueldo, al restaurante Akelare, donde habíamos programado el fin de fiesta de nuestra expedición gastroatlética. La elección resultó todo un acierto. Optamos por el menú “Bekarki” que complementamos con un arroz con caracoles y karrakelas. En un estado de semi-trance, y mientras contemplábamos la galerna a través de los grandes ventanales del comedor, abiertos al Cantábrico, degustamos las creaciones de Pedro Subijana: vieira con alcachofas, setas en el bosque, bacalao en su costra, rodaballo con lentejas de mejillón, paloma en caldo de babarruna y de postre pastel de manzana cruda con agua de shiso tornasolado para finalizar con un espectacular “ rosas y orquídeas sobre green de coco”. Una experiencia muy recomendable para cualquier gastroatleta que se precie. Tras el banquete cogimos el coche y partimos al aeropuerto de Bilbao, donde nos esperaba el avión de vuelta a Barcelona. En nuestras piernas llevábamos el recuerdo de haber superado un nuevo reto atlético, en nuestro estómago la merecida recompensa, y en nuestra mente empezábamos a darle vueltas a cuál sería nuestro próximo desafío en la distancia de Filípides.