domingo, septiembre 17, 2006

Matagalls - Montserrat 2006

El 4 de agosto de 1904 Jaume Oliveras recorrió en menos de 24 horas los 85 kilómetros que separan dos cimas emblemáticas de la geografía catalana. Mosén Jaume Oliveras combinaba su condición de sacerdote con la de alpinista vocacional. Apasionado de la montaña, Oliveras fue uno de los pioneros de la escalada en Cataluña, contando en su haber la primera ascensión al Aneto por el Valle de Coronas en 1906. Corría el verano de 1904 cuando el joven Oliveras, acompañado de unos amigos, logró completar a pie, en menos de 24 horas, la distancia que separa el Matagalls, en la sierra del Montseny, del Monasterio de Montserrat. Tamaña animalada se habría perdido en el olvido para siempre si no fuese porque 25 años más tarde, en 1929, al buen cura le dio por publicar un relato de aquella experiencia en el boletín del grupo excursionista Joventut Catalana. Su testigo no sería recogido hasta 1962, cuando Carlos Albesa y Jordi Ribot, del Club Excursionista de Gracia, decidieron emular a Oliveras y repetir su travesía. Diez años después, con el impulso del propio Albesa, el Club Excursionista de Gràcia organizaría la primera edición oficial de la marcha Matagalls-Montserrat. La competición tuvo carácter bianual hasta 1989, año en que empezó a organizarse anualmente. Los primeros años el recorrido partía de la cima del Matagalls pero, para evitar el deterioro del entorno producido por el paso de centenares de montañeros, desde hace unos pocos años la salida se ha trasladado a Coll Formic, en la falda del monte. El reto se ha mantenido - completar en menos de 24 horas casi 84 kilómetros y 6.000 metros de desnivel acumulado - pero, con los años, la participación ha aumentado significativamente hasta llegar a los 2503 inscritos en la última edición de la prueba, una evidencia más de que, definitivamente, el mundo se ha vuelto loco. Las cifras hablan por si solas de la dureza de la travesía: en 2005 tan solo el 60% de los inscritos lograron llegar a la meta, y aquellos que lo lograron emplearon, en promedio, más de dieciocho horas.

¿Estaremos locos? Tal vez. Ya nos veis aquí, en Coll Formic, a 1.145 metros de altura, esperando a que den las 18:37, la hora de salida que nos ha asignado la organización. Nos acompañan otros 2.600 chalados. Después de que Josetxo se rajase en el último minuto, los únicos representantes de A Fons Perdut que hemos reunido la osadía –o la inconsciencia- necesaria para intentar emular la hazaña de Mosén Oliveras somos Fernando “el panzer”, Ricardo, Jaume y un menda. Un taxi nos ha subido desde Sant Cugat. En el Montseny, cae una ligera lluvia y hace fresco, así que, para no quedarnos fríos ni cargar las piernas esperando dos horas de pie debajo de alguna de las carpas instaladas en la zona de salida, buscamos refugio en un bar cercano. El tiempo pasa más rápido de lo que esperábamos. Es la hora, cruzamos la línea de salida, marcamos nuestras tarjetas de control y comenzamos la marcha.

La primera parte del recorrido es una pista con una suave pendiente que nos sube por encima de los 1.200 m, la cota más alta de la travesía. Pasamos por delante de las ruinas del “café” mientras algunos corredores que han salido más tarde que nosotros nos adelantan al trote. El perfil de Montserrat se recorta en el horizonte, lejos, muy lejos. Después de 8 kilómetros y medio paramos en el primer control, en la Alzina de la Calma. Empieza a oscurecer. Un poco más adelante, entre Ca l’Agustí y el Collet de St. Martí de Tagamanent hemos de encender las linternas. La pista se estrecha y se convierte en una trialera que desciende vertiginosamente hacia Aiguafreda. Las lluvias de los últimos días han erosionado el sendero, descubriendo raíces y rocas que se convierten en trampas para los caminantes. En el descenso “el panzer” pierde tracción, resbala en una placa de piedra y se pega un buen leñazo. Logra bajar hasta Aiguafreda, pero una vez allí, dolorido, decide abandonar. Es el kilómetro 16.

Rellenamos los “camelbacks” de agua en la font de l’abella y emprendemos el ascenso del siguiente repecho. Ya es de noche cerrada y resulta impresionante ver detrás de nosotros, en la oscuridad de la montaña, la interminable línea de luces que dibujan las linternas de los marchadores. Marcamos de nuevo nuestras tarjetas de ruta en el control del Pla de la Garga y en el kilómetro 21 (¡media maratón!) nos encontramos con el primer avituallamiento. Tras guardar unos minutos de cola devoramos sándwiches de atún, galletas, membrillo y, para entrar en calor, un caldito rico, rico. Nos cambiamos de calcetines, untamos los pies de vaselina y tras un corto descanso seguimos el ascenso. El desnivel es cada vez mayor y la ruta discurre ahora sobre roca pelada. Seguimos las marcas verdes y rojas que indican el sendero. En pocos kilómetros hemos subido de los 300 m de Aiguafreda a más de 700 m. Superado el “pezón” bajamos hacia la Casa de la Rovireta. Allí está situado el control 3. Marcamos nuestras tarjetas, prácticamente sin detenernos, y continuamos hasta el kilómetro 31,5, donde encontramos el segundo avituallamiento. Como novedad, el menú incluye empanada, que no está mal. El contrapunto lo pone una tortilla incomible que apenas pruebo. Repetimos membrillo, galletas y caldo. Me quito los calcetines y descubro que la zapatilla se está descosiendo por la parte de atrás (señores de Nike, ¿cómo es posible? ¡unas Trail Pegasus con tan solo 400 kms !). Me están empezando a salir rozaduras en los talones. Aplico más vaselina y me pongo unos calcetines limpios. Cargamos agua y tiramos adelante.

Otra vez subida, en esta ocasión hasta el Coll de Matafaluga. En algunos puntos los desvíos no están demasiado bien señalizados y, en la oscuridad, uno corre el riesgo de perderse. Estamos a punto de despistarnos en más de una ocasión, pero gracias a Dios siempre damos con el camino correcto. En el cielo las nubes han ido dejando paso a una noche llena de estrellas que facilita la visión. Iniciamos el descenso hacia Sant Llorenç Savall. A la altura del Coll de Vilardell unas líneas eléctricas cruzan por encima del sendero. Estamos en el kilómetro 42,1 (¡la distancia de Filípides!). Por fin, cuando ya llevamos 45 kilómetros entre pecho y espalda llegamos al avituallamiento de St Llorenç. Muchos vehículos de apoyo se han acercado hasta allí con suministros para los excursionistas. Parecería que el pueblo está en fiestas si no fuera por el aspecto de hechos polvo que tiene la mayoría de los protagonistas. Comemos algo para reponer fuerzas. Mis pies empiezan a causarme problemas serios. De piernas y de cansancio ando bien, apenas tengo sueño, pero se me han abierto las ampollas y cada paso es una tortura. Me planteo dejarlo en ese punto pero son las 4 de la mañana y en el mejor de los casos tendría aun que esperar 4 ó 5 horas hasta que alguien pueda venir a buscarme, así que decido continuar. Al menos que no sea por no haberlo intentado.

A partir de St Llorenç la ruta sube hacia La Mola. Estamos en el Vallès, en terreno conocido, pero cada vez voy más lento, y apenas puedo seguir el ritmo de mis compañeros. El camino me resulta un infierno. A las siete empieza a salir el sol, anunciando un día veraniego. Nada que ver con el tiempo otoñal que hemos tenido los últimos días. Tras marcar las tarjetas en el control 6, sobre las ocho de la mañana, llegamos a Matadepera, al avituallamiento del Cami Moliner. Ahora si que ya no puedo más. Tengo los pies desollados. A pesar de que atrás quedan casi 60 kilómetros, completar los 23 kilómetros que aún faltan hasta Montserrat se me antoja imposible. Tras desayunar los famosos donuts, me despido de Jaume y Ricardo que continúan hacia su meta mientras espero a ser rescatado…

Me quedo con aquello de que una retirada a tiempo es una victoria, y con la célebre frase del general Mc Arthur: “We Shall return”. Como veis quien no se consuela es porque no quiere.